5 de Septiembre de 2025
El otro día me encontré con un dibujo mío de cuando iba al cole (arriba tienes una imagen del mismo). Al verlo, reparé en que yo no dibujaba ni pintaba como se supone que lo hacían muchos niños a esa edad. Recordé, al verlo, que yo buscaba la tridimensionalidad, quería sombrear y sacar volúmenes. Quería pintar como pintaban los “mayores”.
Ahora, en cambio, de adulto, observo mi última obra, recién terminada (te dejo una imagen bajo estas líneas) y pienso que parece la pintura de un niño.
¿Qué ha pasado entre medias, para seguir está evolución, o involución, según se mire?
Creo que cuando era niño quería hacer las cosas bien y hacer las cosas bien significaba hacerlas como me habían dicho que tenía que hacerlas, fijándome en los referentes que tenía a esa edad. Para mí, dibujar o pintar algo de forma que guardara el máximo parecido posible con el referente, era, sencillamente, lo máximo a lo que se podía aspirar en pintura.
Con el tiempo, descubrí que insinuar a veces es más bello que contar algo al pie de la letra y así, empezó a gustarme más la pintura de los impresionistas, que sugiere y necesita el ojo del receptor, que la perfección formal de Ingres, y supe también que el color me cautivaba y que quería traducir la realidad que veía a mis propias emociones.
Seguí avanzando y descubrí el arte como expresión verdadera del alma, lo que me llevó a una búsqueda de mi propio lenguaje pictórico, que ha ido evolucionando hasta el abstracto actual, prescindiendo del referente físico y despojándome de normas que ya no me sirven, en una lucha por plasmar mis emociones y mi universo.
Pintar con la mirada alegre y confiada de un niño. Eso es lo que quiero.
